De chiquilín te miraba de afuera,
como esas cosas que nunca se alcanzan,
la ñata contra el vidrio,
en un azul de frío,
que sólo fue después, viviendo,
igual al mío.
Como una escuela de todas las cosas,
ya de muchacho, me diste, entre asombros,
el cigarrillo, la fe en mis sueños
y una esperanza de amor.
¿Cómo olvidarte en esta queja,
cafetín de Buenos Aires,
si sos lo único en la vida,
que se pareció a mi vieja?
En tu mezcla milagrosa,
de sabihondos y suicidas,
yo aprendí filosofía,
dados, timba y la poesía;
cruel, de no pensar más en mí.
Me diste en oro un puñado de amigos,
que son los mismos que alientan mis horas:
José, el de la quimera;
Marcial, que aún cree y espera
y el flaco Abel que se nos fue
pero aún me guía.
Sobre tus mesas que nunca preguntan,
lloré una tarde el primer desengaño,
nací a las penas, bebí mis años…
¡y me entregué sin luchar!
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